Cuento de navidad de Karen Holmes.

El Topacio. Cuento de Navidad


Hacía noventa y siete días que Ada James había desaparecido sin dejar rastro. Tres largos meses en los que su hija Summer añoró sus besos y sus palabras. Pronto se acostumbraría a las buenas noches del abuelo y a sus caricias toscas, de manos grandes y llenas de grietas. Summer había buscado a su madre por el barrio, había ido a las comisarías de policía, a los hospitales y los cementerios. Y todo sin que el abuelo supiera nada. Marcó otro día más en el calendario que le había regalado su madre las Navidades anteriores. Ahora que estaban a punto de llegar de nuevo las fiestas, Summer no sabía cómo pasaría la Navidad sin la alegría de Ada, sin sus misterios y sus regalos secretos.
—¡A desayunar, gandula! —gritó el abuelo desde la planta de abajo.
Summer bajó las escaleras pálida y ojerosa y se sentó en la cocina ante la taza de cereales, el abuelo tomaba su café y la observaba preocupado.
—¿Qué te ocurre, princesa?
Summer sabía que a su abuelo no le gustaba hablar de su madre. Desde que Ada había desaparecido, el abuelo Bruno intentaba no nombrarla y si alguien le preguntaba por ella, él se lo quitaba de encima a cajas destempladas.
—Nada —susurró sin mirarle.
Aquella tarde, en la tienda del abuelo, Summer se entretenía haciendo fotografías de la gente que pasaba tras el escaparate. Le gustaba observar y fotografiar a los demás cuando no se lo esperaban.
De pronto, la campanilla de la entrada sonó estridente y el abuelo se levantó de su lugar de honor entre las cámaras más buenas y llenas de historias. Era la señora Rosita, una vecina del barrio.
—Necesito a Ada —susurró acercándose al abuelo.
Summer sintió un escalofrío. Seguramente era por uno de estos “encargos” el motivo de que su madre hubiera desaparecido. El abuelo estaba convencido de ello y ella, cada vez más.
—Sabes que no está aquí…
La señora Rosita se removió inquieta.
—¿Y si uso el buzón, ella lo verá?
El abuelo miró la trastienda y movió la cabeza con tristeza. Pero Summer se dio cuenta de un lugar donde aún no había mirado. El buzón que empleaba su madre, la pequeña ventana del trastero.
Summer apartó las cortinas que separaban la tienda del pequeño trastero donde su abuelo tenía el cuarto de revelar, y un almacén además de un pequeño aseo. Un ventanuco que daba a la calle de atrás había funcionado como buzón para aquellos vecinos que no se atrevían a entrar en la tienda del abuelo a buscar a Ada James, la mítica figura que se alzaba como justiciera de Puenteviejo, y llegaba, a veces, a otros barrios de Horizonte.
Summer cogió una de las sillas y la arrastró hasta la ventana. Había dos cartas. Summer las cogió casi con reverencia. La primera era un sobre perfumado que olía a rosas salvajes; la segunda, una hoja doblada y un poco arrugada. El sobre iba dirigido a Ada James y estaba escrito con una caligrafía gótica. Summer no se atrevía a abrirlo. En un lado del sobre había un emblema de un fénix dorado con un círculo negro. Extendió la hoja arrugada sobre el ventanuco y con la luz que entraba a través de los barrotes logró ver un mensaje escrito a lápiz, con gran dificultad: “Gracias. Ahora descansa en paz”.
De pronto, le entró un pudor que nunca había sentido. Como si el mensaje fuera algo muy personal, algo a lo que ella no estuviera invitada.
Esa noche, mientras Summer recogía la mesa después de cenar, el abuelo puso una mano sobre su cabeza y preguntó:
—¿Qué querrás para Navidad?
A Summer se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que respirar muy hondo. El abuelo la observó mientras Summer ordenaba la cocina sin volver a hablar, pero con una mirada de pena infinita.
—Quiero que vuelva mamá —dijo Summer al fin, cuando su voz ya estaba lo suficientemente estable.
—Hay magias que ni siquiera la Navidad puede conseguir… —murmuró el abuelo al verla alejarse.
Sus palabras provocaron en Summer un extraño vacío.
Al día siguiente, en la tienda, Summer volvió al ventanuco. Las dos cartas habían desaparecido.
—Abuelo, abuelo… las cartas para mamá han desaparecido… Sí que está.
Pero el abuelo movió la cabeza con tristeza.
—Las tiré a la basura. Allí no hacían más que coger polvo.
La mañana de Navidad amaneció con un manto de nieve cubriendo las calles de Horizonte. Summer bajó las escaleras antes de que el abuelo la llamara, con la anticipación de quien espera algo grande. Pero la silla de su madre seguía vacía. El abuelo removía su café con una sonrisa triste en los labios.
Summer desayunó en silencio, sin ganas de abrir los regalos. Las manos del abuelo temblaban mientras se llevaba la taza a los labios.
—Vamos a dar una vuelta —propuso el abuelo—. Los regalos seguirán bajo el árbol cuando volvamos.
Summer tragó saliva y asintió. Necesitaba el aire fresco, la nieve bajos sus pies y la brisa en el rostro. Horizonte parecía un paisaje de cuento de hadas, todo silencio, con un aire plateado a aquellas horas de la mañana.
Ninguno de los dos lo dijo, pero sus pasos los condujeron a la tienda. Cuando llegaron frente a ella Summer tiritaba tanto que el abuelo abrió la puerta y la invitó a entrar.
—Ven, vamos a hacer un chocolate caliente y luego volvemos.
El abuelo abrió la puerta y Summer se refugió en el trastero. El abuelo encendió la pequeña cocinilla y preparó un par de tazones de chocolate.
Bajo la luz mortecina del pequeño ventanuco, Summer observó al abuelo moverse por la trastienda, más encorvado que otros años. Alguien golpeó el ventanuco y Summer subió a la silla para ver quien era.
Una figura embozada con una capa blanca, que le recordó a su madre se alejaba por la calle, escondiéndose entre los juegos de luces y sombras y confundiéndose con el paisaje nevado. Un nuevo sobre había aparecido en la ventana. Summer lo cogió con reverencia. Intentaría que el abuelo no la viera. No le gustaba nada la idea de que los mensajes dirigidos a su madre fueran a parar a la papelera. Escondió el sobre entre sus manos, pero ese no contenía sólo un papel. Había algo que pesaba dentro, algo con volumen.
Summer se dio la vuelta y farfullando algo ininteligible fue al baño y cerró la puerta tras ella. El sobre tenía su nombre escrito con letras verde esmeralda: Summer Travers.
Summer se estremeció. Abrió el sobre con cuidado y vio una cadena de plata de la que colgaba un pequeño topacio. Al tocarlo, como siempre que tocaba algunas piedras, le produjo una pequeña descarga, pero después, nada. Summer cogió la carta y leyó.

“Summer, cariño. No puedo volver a vuestro lado porque os haría daño, más del que ya os he hecho. Mientras tanto, por favor, lleva siempre contigo este topacio y no te olvides de las reglas:
No te quites nunca el colgante con el topacio que llevas puesto. Nunca.
Para tener suerte, viste siempre de rojo.
No toques los jazmines. Ni los huelas.
No te acerques a la Vieja Sofía ni a su tienda de magia.
Y jamás entres en el jardín de los venenos de Camelia Blackburn. Ni aceptes ninguna planta que provenga de ella. Ni siquiera hables con ella.
Feliz Navidad. Te quiere, mama”.
Desde aquel día el topacio formó parte de su atuendo y las reglas quedaron grabadas en su mente. Cada vez que tocaba el colgante, le parecía que estaba un poco más cerca de Ada, aunque tardaría años en volver a encontrarla.


Encontrarás las aventuras de Summer Travers, en Topacio y Cicuta.
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